La mirada de un hombre sabio

La madera se acostumbró a sus manos. También a sus herramientas y a su mirada de maestro artesano, una mirada barnizada con la bondad y el conocimiento, con esos ingredientes que conforman la nobleza de los hombres sabios. Arturo Serrano, el ebanista de Almedina, nos dejó el pasado 14 de marzo, cuando el invierno desmoronaba su edificio de escarchas para que la primavera pudiera afirmar sus cimientos de templanza y luz al atardecer. Arturo, el ebanista de Almedina, falleció a los noventa y siete años de edad. Una larga vida de trabajo esmerado, amabilidad con sus semejantes y amor por la madera.

Hace unos años, escribí unas palabras sobre Arturo en la novela “La nieve teñida de escarlata” (Premio Ciudad de Leganés 2014), unas palabras que quisiera recordar en este momento tramado de ausencias, recuerdos y dolor: 

 

“… los astiles de madera de encina tallados por las expertas manos del carpintero, del ebanista de Almedina, un anciano que, tras alumbrar decenas de timones de arado con la madera imputrescible de la sabina y del ciprés, aún prodigaba su arte con gubias, formones y escofinas sobre los tableros de pino, las patas de haya, las puertas de roble, los astiles de carrasca y de olivo y las vigas desbastadas de aquellos chopos que dormitan junto a las aguas invernizas del Guadalén”.

 

Tiempo después, en el cuento “El herbario y el silencio” incluido en el libro de relatos “La luna de la cosecha” (Biblioteca de Autores Manchegos, Colección Ojo de Pez, Nº 93), introduje también algunas líneas, siempre dentro del universo de la ficción, sobre esta persona que supo dejar una huella indeleble en su pequeña villa del Campo de Montiel:

 

   A veces, cuando cerraba la farmacia, don Edesio acudía al taller de Arturo, el ebanista de Almedina. Arturo aprendió a trabajar la madera desde niño y parecía hablar su mismo idioma, el lenguaje de la corteza, de la albura, de la savia que aún permanecía en las ramas de olivo y de carrasca, ramas derechas, esbeltas, apiladas contra la cal de las paredes, esperando su conversión definitiva en astil de azada o en mango de hacha gracias a esos cepillos de cuchillas afiladas con piedra moliz y a la tal vez innata habilidad de sus manos. Y observar cómo aquel anciano de porte discreto y fondo noble perfilaba los tableros de haya, los decoraba según las divagaciones de su imaginación con gubias, limas y escofinas, los ensamblaba en puertas, traseros, laterales, patas y travesaños y los convertía en mesas, sillas y aparadores, alumbrando el arte solo a costa de trabajo y constancia, resultaba una experiencia memorable. Y envidiable, con ese condimento que a veces se añade al pecado capital de la envidia para transformarlo en virtud, envidia sana, envidia sazonada de admiración. Arturo trabajaba en silencio y cuando quería decir algo, hablaba como los sabios adoctrinan a sus discípulos, con ese tono reposado y firme que espanta las dudas, con ese rebenque inapelable de la experiencia: la gubia se maneja a golpe de muñeca y debe afilarse utilizando pedazos de piedra arenisca que se adapten a los gavilanes o esquinas de la herramienta, como si se tratara de un molde, rozándolos con esmero, con paciencia, casi con cariño; la madera de almendro es muy dura y apenas se deja trabajar porque siempre tiende a quebrarse, la de nogal es la más agradecida, pero su precio resulta a menudo prohibitivo...”

 

La madera se acostumbró a sus manos mientras su mirada de hombre bueno, afable y prudente – la mirada de los hombres sabios - reposaba en las personas que tuvieron la suerte de conocerle. Descansa en paz, Arturo. Siempre estarás en lo hondo de nuestra memoria.