viernes. 29.03.2024

Los excesos tóxicos de la libertad

Artículo escrito por Ángel Luis Rivas, profesor de filosofía

¿Es España una democracia plena? No. ¿Es España una democracia perfecta? No. ¿Es España una democracia ejemplar? No. ¿Es España una democracia normal? Sí, si entendemos por «normal» lo que ha llegado a ser norma, lo habitual, lo más frecuente, lo real existente frente a lo ideal abstracto. Y no hay que rasgarse las vestiduras: la construcción de una democracia ideal, perfecta, partiendo del material básico de toda sociedad, los seres humanos, es una pretensión que no se corresponde con nada verosímil. Si la democracia es el menos malo de los regímenes políticos (Aristóteles), el mejor (Spinoza) o el peor, excepción hecha de todos los demás (Churchill; «Democracy means to know that when somebody rings at the door of your house in the morning is the milkman»), desde luego cualquier otro será, teorías aparte, menos deseable. E históricamente, ningún totalitarismo (de extrema derecha o de extrema izquierda, si es que esta distinción tiene algún sentido hablando de la supresión de las libertades personales) le ha salido rentable a ninguna comunidad humana. España es una democracia normal y quizá no pueda aspirar a más, excepto a ser una democracia formalmente intachable, con los mecanismos necesarios para la corrección de los desajustes perfectamente engrasados y automatizados (es decir, no dependientes de la voluntad de sus agentes titulares), una nítida división y controles de los poderes y contrapesos (checks and balances, dice la constitución estadounidense, ejemplar en este sentido) y un respeto escrupulosísimo de las libertades básicas y los derechos fundamentales (y los correspondientes deberes). A este respecto, véase el Título primero de la Constitución de 1978. Y más en concreto, el artículo 20, relativo a la libertad de expresión (que incluye, dicho sea de paso, la libertad de cátedra, por mucho que le pese a algunos…).

Las libertades de expresión y crítica (corolario ésta de aquélla) deben estar blindadas en una democracia que se precie. Pretender traducir el derecho a la libertad religiosa (codificado en la correspondiente ley) en la prohibición de cualquier crítica a los dogmas religiosos apelando a la ofensa personal es, sencillamente, ridículo. Y, obviamente, se ha venido haciendo. Contra toda lógica: es moral y jurídicamente obligatorio respetar al prójimo, pero no a sus ideas. «No critique mis ideas, que me declararé ofendido y le denunciaré por atentado contra mi libertad religiosa»: tal ha venido siendo el pseudoargumento empleado en los últimos años al amparo de la ley. Y por eso mismo, encarcelar a un ciudadano español por sus opiniones al respecto de las más altas instituciones y magistraturas del Estado es un error. Cosa bien distinta es que ese ciudadano español utilice la libertad de expresión mal entendida para insultar y amenazar a las personas titulares de esas instituciones y magistraturas, directa o indirectamente o por incitación a terceros. Por no hablar ya del atentado contra el gusto estético-artístico que suele perpetrarse con ciertos medios de expresión, por ejemplo, el rap (y algo habría que decir del reguetón, ese rap «latino» y su machismo intrínseco…pero sin carga «política», o sea, es tolerable…).

Lo más grave de todo lo que estamos viviendo en España en los últimos días (se escribe esto a 23 de febrero de 2021) es que haya tal cantidad de gente dispuesta a salir a la calle, no a ejercer su democrático y constitucional derecho a la protesta y hasta a solidarizarse con un pseudocantante de ínfima, nula categoría (que si la cosa quedase ahí, pues aquí paz y después ni pena ni gloria), sino a jugarse el tipo en la refriega con la policía (e incluso perder un ojo…), ganarse la enemiga de la pacífica ciudadanía que les reprocha sus acciones (llegando a enfrentarse chulescamente a ella) y dar cobertura a una panda de chorizos que se dedican al saqueo de tiendas de lujo para quitarse de encima la frustración que les causa no poder acceder, en condiciones normales, a ese tipo de artículos. Da mucha pena pensar que, si esta es la energía democrática de la ciudadanía española (no lo es: en definitiva, son una minoría que no sería tan ruidosa si no fuese por la amplificación que les conceden los medios de comunicación), si estas son las causas por las que la gente está dispuesta a jugarse el tipo, apaga y vámonos. Recuerde el lector las gigantescas manifestaciones de protesta hace unos años ante el descenso administrativo de categoría de algunos equipos de fútbol. Pues hasta eso era más digno que salir a romper escaparates para reclamar la libertad de un tal Pablo Rivadulla Duró, alias Pablo Hasél. Perdón: «conocido artísticamente como»… ¿«Artísticamente»? Escriba el lector el nombre del «artista» en el buscador de YouTube y compruebe el nivelazo del prenda y sus amigos. Verá videos con imágenes que recuerdan a los peores momentos del maoísmo y de la Campuchea Democrática del asesino Pol Pot y sus Jemeres Rojos, responsables de la muerte de seis millones de personas en 4 años. De las letras, mejor ni hablar. «No salimos a romper escaparates, esos se nos pegan y empiezan lo suyo cuando nosotros hemos acabado de luchar por la libertad de expresión». Ya, claro…

Y para rematarla viene la «nazi»… Una estudiante de Historia de 18 años, con ramalazo pijo de familia bien (por lo visto, su padre militó en el partido nazi Alianza por la Unidad Nacional y llegó a concejal de un municipio castellano-manchego) se atreve a decir, micrófono en mano y ridícula mueca en boca, en un homenaje a la División Azul (los que juraron fidelidad a Adolf Hitler y al Tercer Reich en el empeño de exterminar a la raza subhumana eslava) que «el judío es el culpable. El enemigo siempre es el mismo»… Y los medios de comunicación se lanzan a entrevistarla para que dé explicaciones. Y lo peor de todo: las da. Una sarta de idioteces e incongruencias, pero que rellenan espacio (en papel y digital) que, al parecer, no se podía cubrir con alguna noticia más interesante. Y resulta curioso que no haya sucedido lo mismo cuando se supo que la hija de los muy izquierdistas Almudena Grandes y Luis García Montero es militante de Falange. Será una cuestión de «hegemonía cultural», como insisten los marxistas gramscianos (o sea, renegados de Marx): los padres de la criatura dan dos telefonazos y la noticia se paraliza y se olvida. A la niñata esta (una tal Isabel Medina), autodenominada no «nazi» (que le suena a skinhead, a bruto), sino nacionalsocialista, su padre la ha echado de casa. La pregunta obvia es: ¿Y a quién le importa? Pues debería importarle a quien, en ejercicio de sus funciones, debería darle de oficio un sustito con el ingreso en la cárcel, aunque solo fuese para mantener la simetría con relación al caso Hasél. Si este es un indeseable, aquella no le va a la zaga. Y como España es una democracia normal, pero no plena, perfecta y ejemplar, porque un buen porcentaje de los delincuentes van a la cárcel, pero no todos, no podemos afirmar con rotundidad que a esta señorita se le vaya a caer el pelo por decir la barbaridad que dijo acerca de «El Judío». Comentando el «Manifiesto de los estudiantes de Alemania» publicado en el Freiburger Studenzeitung del 2 de mayo de 1933, cuyo punto 4 se cita en la cabecera, José Manuel Sánchez Ron apostilla: «Más de setenta años después, todavía estremece leer estas brutales y primitivas manifestaciones». Efectivamente, brutales y primitivas. Como las mentes de los tales Pablo Hasél e Isabel Medina. Algún día se filtrarán sus expedientes psiquiátricos y lo comprenderemos todo.

¿Qué lugar ocupan estos esperpentos en una democracia? La pista nos la da el gran Daniel Dennet en un texto de 1999 (publicado en español en 2000), titulado «Proteger la salud pública» (en Sian GRIFFITHS, ed.: Predicciones. Madrid, Taurus, 2000, p. 103): «Todos los desechos que arrastra la cultura popular, toda la basura y escoria que se acumula en los rincones de una sociedad libre, inundarán esas regiones relativamente intactas junto con los tesoros de la educación moderna, la igualdad de derechos para las mujeres, las mejoras en la sanidad, los derechos de los trabajadores, los ideales democráticos y la apertura a la cultura de los demás […] No podemos dar por supuesto que otros disfrutan de nuestra capacidad para tolerar los excesos tóxicos de la libertad, ni, simplemente, exportarla como una mercancía más». Toda sociedad libre y democrática acumula desechos, basura y escoria, los excesos tóxicos de la libertad. No hay que permitir que, para evitar la generación de aquéllos, lo que parece inevitable, tengamos que admitir la eliminación de ésta, lo que sería insufrible.

Los excesos tóxicos de la libertad