Cuando las sociedades legitimaron el odio a un colectivo se ordenaron en alineaciones perfectas de soldados y estas líneas en cuadrantes militares que ocupaban grandes plazas. Todos ellos desfilaron ante un líder carismático que gritaba sus arengas con todo el odio que podía albergar en su garganta. Pasados los decenios el odio continúa siendo vociferado, esta vez ante setenta mil personas que no se encontraban en perfecta formación militar, pero que siguen incondicionalmente a un líder que dice “Yo odio a mis oponentes y no quiero lo mejor para ellos, lo siento”. Hay que ponerle una pulsera.
Se maneja la hipótesis de que el presunto asesino de Charlie Kirk obró movido por el odio a su ideología. El funeral del joven político fue una puesta en escena en la que el presidente de Estados Unido cargó su discurso de emocionalidad dirigiéndose a la parte más intestinal de su electorado. Generalmente, los jefes de Estado pronuncian –aunque no los escriban– discursos que se sitúan por encima de cualquier emoción. Como si la magnanimidad consistiera en situarse en un presunto plano superior, se esfuerzan en que sus mensajes públicos sean asépticos. Pero la presidencia de Estados Unidos organizó, más que un funeral para Charlie Kirk, un evento político masivo en el que se confundieron el homenaje a la víctima con la arenga política y beatificación religiosa. El presidente de USA, el país que va a ser grande de nuevo, infantiliza a sus seguidores, y, una vez jibarizados sus cerebros, les habla del odio como si fuera una emoción emocionante.
Tan preocupante es su nivel de violencia verbal que, con carácter preventivo, habría que considerar la conveniencia de ponerle una pulsera antiviolencia que detectara esos pensamientos previos a las palabras de la ira. Una pulsera para ese odio que achica, para el odio rácano con raíz en iras antiguas, que añade miopía a la perspectiva, que acorta ideas y que abrevia el pensamiento
Aunque, a decir verdad, una pulsera antiviolencia podría no ser tan útil dado que el órgano jurisdiccional que tuviera que conocer su caso, podría no tener noticia alguna de un hecho ilícito. Y entonces, ante la lógica interpelación sobre por qué no se ha comunicado a los jueces aquello que debían conocer, se respondería con el poderoso argumento de que “los sistemas fallan”. Así las cosas, no es buena idea ponerle una pulsera antiviolencia al Presidente de Estados Unidos por mucho que nuestra imaginación nos invite a ello. Resulta inquietante la imagen de los jueces de una Corte Internacional con la cabeza hundida en torres de expedientes mientras que por la ventana de sus despachos se avistan las primeras explosiones derivadas de aquella violencia que comenzó con un disparo. A pesar de que el Presidente, en lugar de apagar el fuego, echara gasolina, hay que aceptar que ponerle una pulsera antiviolencia podría ser inoperante.