miércoles. 24.04.2024

Apostillas a una tertulia

Artículo escrito por Ángel Luis Rivas Lado

 

For what is a man, what has he got?

If not himself, then he has naught

To say the things he truly feels

And not the words of one who kneels…

 

My way, versión Anka-Sinatra

Intentar pensar libremente y hasta las últimas consecuencias más allá de tópicos y de presupuestos infundados suele provocar incomodidades y enfados que no deben refrenar el curso y la intensidad de la argumentación. Cuando tal intento se lleva a cabo en directo y sin red en una tertulia pública televisiva de poco más de una hora y redifundida varias veces, la consecuencia más verosímil es, dada la imposibilidad de explicarse a fondo y por extenso, la acumulación de malentendidos y de imprecisiones en la argumentación. En esta columna se intenta profundizar y aclarar ciertos aspectos de lo dicho por el autor en la tertulia de TeleValdepeñas del 16 de junio de este año, teniendo de comensales y contertulios, además de al presentador y moderador Julián Gómez, a José Vicente García Castellanos y Fernando Prieto, personas sensatas y razonables donde las haya, porque no siempre las hay.

El «delito de odio»

El llamado «delito de odio» se subsume en un concepto y una expresión incoherentes y, por lo tanto, erróneos. El odio es un estado mental, psíquico, subjetivo, incluso aunque sea provocado por la educación, la cultura ambiente, la religión o cualquier otro elemento ideológico o experiencia vital psicotraumática. Hasta se puede entender que quien odia es, él mismo, una víctima de quien le ha enseñado a o condicionado para odiar. El odio es, en definitiva, un sentimiento hostil (véase Carlos Castilla del Pino: Teoría de los sentimientos, Tusquets, 2000, pp. 291-298; Aurel Kolnai: Asco, soberbia, odio. Fenomenología de los sentimientos hostiles. Encuentro, 2013, pp. 143-194) y, por lo tanto, se sitúa en el orden de lo extralegal y extrajurídico, ni ilegalizable ni penalizable. Si alguien mata a otra persona (o a millones) motivado por su odio hacia ellas (o hacia una «raza», ideología o clase social) el delito que comete es asesinato (o genocidio, que, como delito de lesa Humanidad, no prescribe), pero no el propio odio, porque odiar no puede ser categorizado como tipo delictivo. Por poner un ejemplo extremo: el nazi que participó entusiásticamente en el asesinato de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con 6 millones de asesinatos. Les odiaba por educación y adoctrinamiento y los asesinó por «obediencia debida»  al Führer («Ley es toda palabra que sale de la boca del Führer», Carl Schmitt) y por imperativo legal, o categórico, como declaró durante su juicio en Jerusalén Adolf Eichmann , quien apelaba a las lecciones kantianas de su padre para justificar que, si se lo ordenaba el Führer, mataría…a su padre. Ni la educación ni el adoctrinamiento ni la obediencia debida por convencimiento o por miedo son atenuantes ni, mucho menos, eximentes. Por otra parte, el nieto de judíos asesinados en algún campo de exterminio odiará irreprochablemente a los neonazis herederos de aquellas bestias. Si se dedica a ajusticiarlos extrajudicialmente, será un asesino. Pero el odio irreprochable es humanamente comprensible.

La libertad de expresión

Se entenderá aquí por «libertad de expresión» la posibilidad de hablar, razonar, argumentar o simplemente opinar acerca de cualquier tema por cualquier método público: de viva voz, por escrito (vegetal o digital), radiofónico, televisivo, internético (no «internáutico»: manejar internet no es, ni metafóricamente, navegar)…Tal forma de libertad debe ser irrestricta. El ejemplo clásico de quien grita «¡fuego!» en un teatro atestado es particularmente erróneo, por cuanto confunde con la libertad de expresión una gamberrada, o un atentado contra la libertad de comercio y empresarial o una actuación paranoica. 1) Gamberrada: Grito «¡fuego!», la gente entra en pánico, sale corriendo y se aplasta contra las puertas de emergencia (que previamente habré bloqueado) mientras contemplo la escena con una sonrisilla de sádica satisfacción; 2) grito «¡fuego!» y provoco la suspensión de la sesión por la que los espectadores han pagado y para la que el productor que me hace la competencia, con gran éxito mientras yo fracaso en el teatro de enfrente con una obra a la que no va nadie, ha contratado a los actores y ha alquilado el teatro, con el consiguiente perjuicio económico (ejemplo adaptado a partir de uno utilizado por Murray N. Rothbard); 3) grito «¡fuego!» porque, en un trance paranoico-alucinatorio, veo efectivamente unas llamas (que nadie más ve, porque no están ahí) devorando el teatro y amenazando las vidas de los espectadores y, con toda mi buena voluntad, quiero evitar sus muertes. En ninguno de los tres casos podemos hablar de «libertad de expresión»: ni el gamberro, ni el saboteador ni el paranoico están expresando libremente una opinión. Como tampoco lo hace quien amenaza de muerte a alguien poniendo su nombre en el centro de una diana pintada en una pared de la plaza del pueblo. La libertad de expresión se aplica a opiniones, creencias, ideologías, teorías, razonamientos, argumentos e incluso a sentimientos que pueden resultar hasta ofensivos, pero no por ello censurables o reprimibles, salvo en ámbitos privados para la pertenencia a los cuales se exija, vía reglamento interno, la observancia de reglas de protocolo y buenas maneras que impliquen  la ilegitimidad de lo subjetivamente ofensivo, partiendo del presupuesto de que es ofensivo para uno lo que ese uno define como ofensivo, y con la exigencia de un tercero instituido como autoridad resolutoria irrecusable. Se entiende también por «ámbito privado» una institución pública con la potestad de establecer colegiadamente un reglamento de orden interno, por ejemplo, un instituto de segunda enseñanza, y siempre que el articulado del reglamento no entre en contradicción con el orden legal-constitucional. Ni siquiera la incitación al delito puede quedar desamparada por la libertad de expresión. Por ejemplo, cuando un presidente de los Estados Unidos en funciones se expresa, clara o ambiguamente, en el sentido de movilizar a sus seguidores para que asalten el Capitolio está cometiendo un error gigantesco, de dimensiones históricas, pero tal acto no puede ser categorizado, en rigor, como «delito de incitación», porque el delito lo comete individualmente (no existen los delitos colegiados) quien asalta efectivamente el Capitolio (o la Asamblea Francesa o el Congreso Español…), sin obediencia debida, ni imperativo legal, sino haciendo uso de su libertad personal y pudiendo no hacerlo, lo que le hace responsable de sus actos ante la Ley.

La falacia ad Hitlerum        

Es bien conocida la falacia ad Hitlerum en la formulación de Leo Strauss. Resumiendo: Todo lo que le pudiera gustar, pudiera aprobar o con lo que pudiera estar de acuerdo Adolf Hitler (la encarnación histórica del Mal Absoluto) debe repugnarnos hasta lo más profundo de nuestro ser y debemos evitarlo, prohibirlo y hasta destruirlo en la medida de nuestras posibilidades. Ejemplo (extremo): Si Hitler hubiera manifestado su admiración hacia «Las meninas» de Velázquez, deberíamos sentirnos obligados a vomitar en su presencia, prohibir su exhibición en el Museo del Prado o en cualquier otro museo e incluso a quemar el cuadro en la plaza de Cánovas del Castillo. Con la misma lógica falaz, valga la contradicción, cualquier propuesta legislativa, por sensata y democrática que sea, presentada para su aprobación por el Congreso por Bildu y Esquerra Republicana de Catalunya debería ser rechazada a priori para no coincidir de ninguna de las maneras con el criterio de dos partidos políticos particularmente antipáticos para la mayoría de la ciudadanía española, fuera del País Vasco y Cataluña. Pero eso no tiene ningún sentido, y por eso es una falacia. Si la propuesta, provenga de donde provenga, es aceptable para la mayoría de los representantes parlamentarios, lo democrático es que salga adelante, a expensas de un cambio futuro en la relación de fuerzas parlamentarias que pueda llevar a una derogación de la ley resultante.

La exigencia de veracidad

Brevemente: todo representante público a cualquier nivel (estatal, autonómico y local) debería comprometerse de manera explícita, incluida en la fórmula de aceptación de su cargo, a anteponer a cualquier consideración o interés personal o partidario el principio de veracidad, esto es, a decir, en la sede representativa parlamentaria correspondiente, siempre y en todo caso la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Y a quien se le pille en un renuncio, para casa inhabilitado de por vida para cualquier cargo de representación política, sin perjuicio de la aplicación a fortiori de las medidas jurídicas contempladas al respecto.

A Alberto

Beware of the Ides of March…

W. Shakespeare: Julius Caesar, act I, scene 2. A public place…

Apostillas a una tertulia