jueves. 18.04.2024

En verano... de albañiles

Artículo escrito por Rafael Toledo Díaz

Fabri era un hombre alto y un poco destartalado, quiero recordarle de prominente mandíbula y dientes grandes. Su ocupación habitual era trabajar en el campo, pero además completaba sus jornadas realizando portes para el almacén de materiales de la construcción.

Cada verano, y de vez en cuando, llegaba a la puerta de nuestra casa con su mula y su remolque cargado de arena, cemento, yeso, tejas o ladrillos, un pedido que puntualmente el oficial le había encargado para seguir adelante con la obra. Y es que después de las habituales lluvias primaverales, cada verano íbamos de obra en casa.

No era nada extraño, porque en aquellos días ya calurosos, en muchas calles del pueblo, había montones de arena o de escombro señalizados con un palo del que colgaba una bombilla, a ser posible de color rojo. No es que hubiese demasiado tráfico, pero era una forma de señalizar un obstáculo en la vía pública, materiales o residuos que no podían guardarse en la casa porque estorbaban a los albañiles que hacían la reforma.

En el caso nuestro era más que una reforma, porque aquella casa al principio estaba muy vieja y destartalada, pero fue la única manera de empezar a tener una vivienda en propiedad, por muy precaria que ésta fuera. Seguíamos así con el hábito tradicional de asegurarnos un hogar para el futuro, una inversión para uso y disfrute de la familia.

Cuando llegaba Fabri, mi madre, mi hermana y yo nos encargábamos de meter el material en casa, cada uno en la medida de sus posibilidades porque éramos unos críos. Los escombros se utilizaban para rellenar el terreno de algunas zonas de la vivienda que estaban más bajas de nivel con la calle.

En aquellas jornadas de confusión y barullo, la rutina saltaba por los aires y todo estaba "manga por hombro"; todo era precario y se desordenaban los horarios porque todo estaba en función de los albañiles.

De aquellas cuadrillashabía muchas cosas que me llamaban la atención y me impresionaban, sobre todo, su fuerza y su destreza. Había que verlos con qué agilidad le lanzaba las tejas el peón al oficial que estaba encaramado en el tejado, y qué ritmo. Colocaban con soltura las tejas y las fijaban con barro, popularmente, esa tarea se llamaba cubrir aguas y cuando era una construcción nueva se solía colocar una bandera, pero no era éste el caso.

Me sorprendía la pericia y la habilidad cuando daban yeso al cielo raso, la textura exacta de la lechada para adherirse al cañizo y, después, ese olor a humedad que duraba bastante días hasta que se secaban las paredes. También me impresionaba la forma de hacer la mezcla para fijar las baldosas, normalmente, se utilizaba cemento y arena en una proporción justa para que no afectase al solado. En el patio formaban un montón y después, con energía, mezclaban los elementos, luego hacían un hueco en el centro como el cráter de un minúsculo volcán donde echaban el agua y, para finalizar, removían con rapidez la pasta.

Todas aquellas tareas me causaban admiración y entusiasmo, sobre todo cuando estaban a punto de concluir. Después vendrían los pintores a dar el último retoque a la reforma porque cada año se hacía una nueva habitación, o la cocina y el cuarto de baño que fue un lujo para la época.

Pero quizás lo que más me asombraba era cuando mi madre ajustaba las cuentas con el maestro. Él solía darle un papel con los detalles de las horas de los oficiales, de los ayudantes y de los peones, entonces, mi madre después de revisar con atención la factura sacaba de alguna olla de la cocina una pequeña talega gris donde guardaba el dinero.

Me sorprendía ver aquellos billetes verdes de mil pesetas con la estampa de San Isidoro, grandes y lustrosos como lechugas, que así los llamaban frecuentemente también. Un dinero ahorrado peseta a peseta en jornadas y veladas de costura, puntadas y pesetas, el binomio más significativo de su afanosa vida.

Después de muchos veranos, la casa, sin ser un casoplón como se dice ahora, quedó  finalizada y al gusto de mi progenitora y solo el corral, mi espacio vital, quedó virgen y excluido de aquella transformación.

Pasó el tiempo y aquella morada es ya sólo un recuerdo. Ahora, cuando vuelvo a la ciudad del vino, quisiera encontrarme casas así, de aquellas, sencillas pero confortables, pero las reformas nunca son al gusto de cada uno.

Actualmente muchas viviendas conocidas se han convertido en auténticos laberintos, jeroglíficos de habitaciones y escaleras metálicas, de azoteas y patios de cemento qué, en teoría, pretenden acoger a más miembros de la familia o hacer más cómoda la vida.

La irremediable transformación arrasó con muchas de las cuevas habituales en las casas, se cegaron los pozos y se arrancaron las higueras de los corrales para que no levantaran el pavimento. Ya no hay parras, ni árboles, ni siquiera arriates, sólo los más atrevidos y con metros suficientes se atreven a plagiar los patios andaluces, pero no por los tiestos. Con cuatro macetas, algunos azulejos arabescos y un toldo anodino, los más pretenciosos se conforman con los sucedáneos tratando de imitar aquellos patios de mi infancia, lugares que, a pesar de tantos cambios y reformas, cuando me animo a escribir sobre ello, seguramente idealizo atrapado por la añoranza.

En verano... de albañiles