El tío Eduardo era un intelectual, hermanastro de nuestro abuelo Jesús, hijo de Jesús Baeza y su primera mujer. Nuestro bisabuelo, considerado el primer logopeda de Valdepeñas, da nombre al Colegio Jesús Baeza sito en la calle Esperanza. Eduardo estaba casado con Asunción Alarcón. Ambos profesores y ejerciendo, aunque en la época en la que íbamos de visita, que es de la que guardamos recuerdos, ya estaban jubilados. Paquita Baeza era hija única.
Con quince años, su hermano pequeño había fallecido, al ahogarse con una canica que se había tragado. La tragedia se había cebado con su familia. Estaba soltera y tenía cuarenta y cinco años. Seguro que se imaginan cuál era su profesión: efectivamente, era profesora y ejercía desde hacía años.
Venía de Torrevieja, de comprar un apartamento. Quería darles una sorpresa a sus padres, no sin antes compartirlo con sus primas de Madrid a las que visitaba siempre que podía y pasaba por allí.
Asun llegaba tarde y eso le salvó. Allí estaba Paquita, junto a su otra prima Maribel González, en la cafetería Rolando, donde siempre solían quedar, esperando a Asun para comer. Era la hora y, tal y como algunas investigaciones han podido revelar (Rolando 2,15 – 2,45) ETA cometía uno de sus atentados más sangrientos e indiscriminados. A las dos y media del mediodía, una maleta depositada debajo de una mesa del comedor por una pareja de origen vasco-francés, conteniendo alrededor de 15 kilos de Goma 2 E-C y cerca de mil tuercas a modo de metralla, explosionaba provocando una masacre. Paquita murió en el acto. Su prima Maribel sobrevivió, pero tuvo que someterse a cerca de veinte operaciones, ya que tenía todo el cuerpo salpicado de metralla; hasta en los oídos le encontraron metralla. Tenía prevista su boda, pero la tuvo que cancelar. A partir de ese momento su vida cambió por completo.
Mi hermano mayor recuerda cuando sonó el teléfono en casa: era mi abuelo Jesús. Mi padre se enteró de lo ocurrido por aquella llamada y se preparó para ir a ayudar con las gestiones del fallecimiento. Sus padres no estaban en condiciones. Fue a Madrid con un amigo, ya que no se sentía en condiciones de hacer ese viaje conduciendo y solo, y sin saber que se iba a encontrar. Mi abuelo había reconocido el cadáver de su sobrina y allí se juntaron. Mi madre le encargó a mi hermana ir a por tila. Ella recuerda que estuvo mucho tiempo sin poder oír la música del telediario. De mayor quería ser como Paquita: esa mujer alegre y vital, moderna, guapa y con gran atractivo.
Como a mí, le encantaba ir a su casa y estar con sus padres y con ella, en su piso de la calle Caldereros. Tenía trece años por aquel entonces. Pero aquel día, en aquel atentado no murieron solo trece personas. Eduardo Baeza, hombre de complexión fuerte, tal y como lo recuerdo, con esa verruga en la cara que siempre me producía curiosidad, se apagó lentamente. Desde ese día no volvió a hablar ni media palabra. Se levantaba, desayunaba, comía y cenaba esperando que llegara la noche para irse a dormir. Su noche esperada llegó antes de que pasara un año del triste día del atentado. Supongo que con ganas de volver a encontrarse con sus hijos tan traicioneramente arrebatados. Asunción, su mujer, mi tía abuela, siguió su vida normal. Le llevaba a su hija Paquita el desayuno a la habitación todos los días. La bandeja la sustituía por la de la comida, y por la noche, la de la comida por la de la cena, como un ritual, todos los días. Le decía muchas cosas, hablando con ella a diario.
ME ACUERDO COMO SI FUERA AYER
Me acuerdo como si fuera ayer de esa escena, sentados en el salón y saliendo ella, con su aspecto desgarbado y encogido, de la habitación de su hija gruñendo en bajo, “que poco comes Paquita”, murmuraba con la bandeja de la comida sin tocar a las seis de la tarde. Con su marido hablaba también, sin recibir nunca respuesta alguna. Con once años se me encogía el corazón y era incapaz de entender qué ocurría en ese salón. Poco tardó en irse con su marido y sus hijos. Antes de que pasaran dos años, los cuatro se habían reunido, quiero creer, en un sitio mejor. Nadie fue juzgado. Con la amnistía de mil novecientos setenta y siete, todos fueron perdonados. Al menos quince personas murieron en aquel comedor, ese trece de septiembre de mil novecientos setenta y cuatro. Pero antes, antes estaban olvidados. Queda una calle en Valdepeñas, la calle Paquita Baeza; ese es el final de su historia para la mayoría. Me gustaría pensar que el nombre de esa calle está puesto como homenaje a cómo vivió Paquita y como sus padres se entregaron a ella, y no por cómo murió. Al menos quince personas murieron ese día, en la calle del Correo. Jesús, José Carlos, Nieves y Luis Fernando.
Familiar de Paquita Baeza (+)